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Una mañana cualquiera

 Comenzó como cualquier otro, ese día. Con la misma monótona sucesión de actividades que los demás de su vida actual, desde apagar el despertador resignadamente, hasta salir a la calle a tomar el transporte a su trabajo. Nada debería haber sido distinto, puesto que para él, inmerso en una existencia vacía que no tenía otro sentido que el de seguir viviendo -porque le era imposible evitarlo-, no había razón para que nada cambiara. 

Pero cambió. Cambió porque, de tan rutinarios que eran sus días, no hizo aquella pequeña cosa que escapaba de ser lo que por inercia hacía. Así, salió a la calle esa mañana y, aunque no lo advirtió, porque en nada de lo que ocurriese a su alrededor se fijaba, todo era diferente. Estaba un poco más oscuro. Estaba un poco más frío. Las calles estaban solitarias -como nunca a la hora en que salía- y ninguno de aquellos vecinos del barrio con los que se cruzaba, y a quienes ignoraba sistemática aunque impremeditadamente, se apareció frente a él.

Caminó los mismos exactos pasos de siempre, por las mismas veredas, evitando los mismos hoyos, y en los minutos exactos que acostumbraba llegó a la esquina, a siete cuadras, en donde pasaba el bus que debía tomar. Tomó el lugar habitual, frente al poste del alumbrado, y se reclinó en la pared que conservaba ya impresa la sucia pátina de su espalda, a fuerza de soportarla cinco días a la semana. Y esperó el tiempo preciso que debía esperar para que llegase el bus. Y el bus no llegó.

No eran tres o cinco minutos de retraso. No. Pasaban ya de los treinta, y eso lo sorprendió y consiguió sacarlo de su habitual apatía. No venía el bus. Y, ahora que prestaba atención, tampoco el resto de los pasajeros que allí solían subirse. No los miraba, mucho menos los reconocía, pero tenía conciencia que eran cuatro o cinco que -como él- se subían ahí, cada mañana. Y fue cuando miraba alrededor, buscándolos, que la vio venir. Caminaba algo errática por la vereda, mirándolo con una extraña sonrisa, una mujer.

Tuvo tiempo de observarla detenidamente. Vestía en forma corriente, que su ebriedad, no obstante, hacía ver vulgar, pues uno de los hombros de su corto vestido le caía por el hombro, descubriéndolo, y su peinado había dejado hace rato de parecerlo, para convertirse en una maraña de cabellos. Para terminar el cuadro, los zapatos -de no pequeños tacos- en lugar de en sus pies, iban en sus manos.

Cuando estuvo lo suficientemente cerca, le pidió (¿cómo no?) un cigarrillo. Cosa que no obtuvo porque, claro, era un hombre tan abúlico que ni siquiera fumaba. Y sólo eso le respondió, que no fumaba. Ella, en tanto, fue más locuaz, y le respondió con sorna: “no fumo, no tomo y no voy a fiestas”, burlándose de él. Pero luego lo miró, y como si hubiese cambiado de opinión, le dijo: “¿vámonos a bailar?”. “Estaba con unos tipos, bailando y tomando unos tragos, y lo habíamos pasado re bien, pero después se pasaron pa’ la punta, y uno me agarró una teta y me quiso besar.” “Lo mandé a la misma, y me vine, qué se creen, que porque a uno le gusta bailar se va a abrir de piernas con cualquiera...”. 

Él sólo la miraba, en silencio, realmente asustado de esa mujer que no parecía querer irse. Pero ella -sin notarlo- siguió insistiendo: “¿llévame a bailar?, me quedé con las ganas, yo soy de tiro largo, y me puedo pasar toda la noche bailando”. Para entonces ya tenía sus manos, con todo y zapatos, puestas sobre sus brazos, y su aliento alcohólico le llegaba directo a la nariz, cada vez que pronunciaba palabra. Una sensación de náusea lo sacudió, no bebía hacía demasiado tiempo y ya hasta había olvidado el olor de una borrachera. No, consiguió decir, no puedo. Tengo que ir a trabajar. “¿A trabajar?, ah, claro, si eres un niñito bueno... no vayas a trabajar, que es sábado, día para divertirse, para sacudir el cuerpo.”  No es sábado, le contestó lacónico, que ya es domingo. Y no voy a faltar al trabajo. No me gusta bailar, tampoco. Ella lo soltó con gesto de hastío, y quiso seguir caminando, pero entonces vio lo que tampoco él había visto, que ya había más gente en esa parada del bus, otros hombres, que la miraban con lo que parecía cierto interés en ese hombro descubierto.

Se dirigió a uno y a otro, con el mismo pedido: que la llevaran a bailar. Algunos la hablaron y otros no, pero lo que definitivamente la alejó, fue que uno de ellos le ofreciera llevarla, más no a bailar, mientras la sujetaba de la cintura e intentaba besarla. Se ganó un taco de zapato en la cabeza, en tanto ella se llevó un empujón que, milagrosamente dado su estado, no la botó al suelo. Maravillas del equilibrio. Y se fue, calle abajo, mencionando con saña a la madre, las hermanas y toda la familia del frustrado galán, mientras hacía gala de un sorprendentemente vasto repertorio de insultos.

 En ese momento llegó el bus, por fin. Miró el hombre su reloj, y marcaba una hora de retraso. ¿Cómo explicar eso en el trabajo? Pero no debió explicarlo. Guardó silencio, un silencio prudente, cuando oyó comentar a algunos pasajeros sobre el cambio de hora, que debería haber hecho a las 12 de la noche anterior. Y que, como no era parte de su diaria rutina, él no realizó.

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