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Desconsoladamente

La noche es fría, como son todas las noches en esta ciudad, perdida en medio del desierto.

En las calles, solitarias a esa hora, no se siente más ruido que el de sus pasos, y el rumor lejano de cien televisores, que transmiten un partido de fútbol. Mismo partido que es el causante de que no haya un alma fuera de sus casas.

La selección nacional juega esa noche, y todo mundo está pendiente de ello.

Todo mundo menos él, que con rápidos pasos se dirige a su destino. No es que no le interese el partido. Por cierto que le interesa, y por cierto que como todos, quisiera estar junto a una parrilla, comiendo carne asada y bebiendo cerveza tras cerveza, sin quitar los ojos de esa pantalla. Como hace todo el país.

Pero no puede. No puede perder esta ocasión. El dato que le han dado es demasiado bueno, para dejarlo perderse.

Su mujer ha sido quien le contara que esa noche, durante el partido, en una casa que estará vacía y cerrada, habrá guardada una gran cantidad de dinero, proveniente de las ventas de toda la semana. El partido es la causa para que el encargado no haya ido a guardar el dinero en la caja, como de costumbre. No habría alcanzado a llegar antes de que el contador se fuera, ya que hoy todos se han retirado más temprano. De modo que hubo de dejarla allí, en su casa, hasta el día siguiente.

Y el partido, ¿cómo no?, es también la causa de que no haya nadie que vigile el dinero, ya que el encargado se ha comprometido a ir el asado con todos sus compañeros, a casa del jefe.

Aún su mujer estará allí. La ha enviado sola. Se justificó para no ir diciendo que está enfermo, entre continuos lamentos por perderse el asado. Y ella, claro, se ha ido. Él insistió en que lo hiciera. "No puedes desairar a tu jefe, anda sin mí, anda, que yo me quedaré en cama y seguro ya estaré mejor para mañana". Como si no le interesara realmente, la ha hecho contarle los detalles acerca de esa casa. Y ha recordado que la conoce, que queda en una calle apartada, y que sería fácil entrar por una ventana. Estuvo allí una vez, acompañandola a ella a una fiesta de cumpleaños.

Y eso, la buena ocasión, el hecho de conocer el lugar y el interior de la casa, lo han llevado a idear este plan para robar el dinero. Lo necesita. Ella no lo sabe -ni lo sospecha siquiera- pero sus deudas son demasiado grandes. Ha jugado y perdido demasiadas veces y el plazo para responder ya se le acaba.

¿De dónde vá a sacar el dinero? es la pregunta que lo ha agobiado las últimas semanas. Y cuando ya desesperaba por no haber encontrado una solución, su mujer se la ha entregado en bandeja de plata.

¿Quién vá a pensar en él? No sabe a ciencia cierta cómo es que ella se ha enterado de tantos detalles, pero no le importa. Alguna otra se lo habrá contado, que ya se sabe que las mujeres nunca se guardan nada.

Un fuerte grito lo sobresalta, pero le vuelve la calma al darse cuenta que es un "gooooolllll" que resuena en decenas de gargantas. Bien!, piensa. Si van ganando, nadie querrá alejarse de los televisores, y tendrá tiempo y ocasión para terminar la faena, sin problemas.

No le preocupa su mujer. Sabido es que en estos casos, gane o pierda el equipo, habrá ocasión para seguir bebiendo al término del partido, y no habrá quien la lleve temprano a casa. Tendrá que esperar hasta que alguien que tenga auto se vaya, para que la traigan. Tendrá tiempo suficiente para el robo, para regresar y para esconder el dinero, antes de que llegue.

Al fin, se acerca a su destino, es allí, a la vuelta de la esquina. Ha debido venir caminando, porque es difícil encontrar un taxi en estas circunstancias, y cualquier conductor recordaría a un hombre que se sube a su auto durante un partido como ése. No puede cometer errores. No puede darse ese lujo. Todo debe ser perfecto.

Sus pasos se detienen. Ahí, ésa es la casa. Pero nada más verla se ha quedado frío, sorprendido. Eso no se lo esperaba, ¿cómo iba a saberlo? Algo ha cambiado, "¡los malditos han puesto rejas en las ventanas!"

Siente que algo se rompe dentro suyo, lo invade la desesperanza. Ya contaba con ese dinero, ya se imaginaba con esos billetes entre sus dedos, hasta se había hecho la ilusión que podría incluso sobrarle para pagar la deuda, y así quedarse con algo para él.

Levantó el rostro para mirar nuevamente las enrejadas ventanas, y al verlas, sintió rabia, mucha, profunda rabia.

Y apretó los dientes, las manos, y sin pensarlo se acercó a la más próxima, la tomó y empezó a tironearla. "¡Maldita sea, maldita reja!", se decía. Y volcó contra ella toda la frustración acumulada.

De pronto, algo crujió, y sintió que cedía bajos sus manos.

Miró, y la esperanza renació en su corazón, y brillaron sus ojos: allá, en la esquina superior, la reja se había aflojado. No la fijaron bien a la pared, y ésta se había derruido un poco. La tomó esta vez desde más arriba, y haciendo fuerza con los pies, consiguió abrirla lo suficiente para que pase su cuerpo.

Recién entonces recordó dónde estaba, y qué hacía, y miró austado a su alrededor. Pero la calle seguía vacía, silenciosa si se puede decir, con el ruido sordo de los comentaristas transmitiendo el partido, como música de fondo.

"Todo está bien", se dijo, "aún puedo hacerlo, no he perdido tanto tiempo".

Sacó un pañuelo que llevaba, se envolvió la mano, y golpeó el vidrio para quebrarlo. Lo había visto hacer en alguna película, era fácil. Pero dió uno, dos, tres golpes, y nada. No se quebraba. Otra vez la angustia, otra vez un sollozo queriendo brotar por su garganta, "nada me resulta", otra vez la rabia que asciende por su interior y olvidando todo, dónde estaba, los vecinos, el no hacer ruido, le dió un soberbio golpe a la ventana.

No sonó fuerte al quebrarse, pero sí al caer al suelo los pedazos, haciéndose añicos. El sonido lo hizo encogerse, como si hubiese recibido un golpe, apretó los dientes, cerró los ojos... y nada. Nada se oía, salvo un "y avanza por la derecha, la toca, no puede, se la quita Solar, tirayyyy saque de esquinaaaaa", seguido por el ruido de los que habían aguantado la respiración, durante esa jugada.

"Ya, ahora, pensó", metió la mano, quitó el pestillo de la ventana, y trepándose por la propia reja, se introdujo con dificultad en la casa, rasguñándose el cuerpo contra la pared. Apenas si entraba por ese espacio.

Cayó hacia adentro, de cabeza, y sus manos al intentar apoyarse, se encontraron con los vidrios que estaban en el suelo. Aguantó el dolor y rodó por el piso. No veía nada, menos podría ver lo que le pasó en las manos.

Esperó allí agazapado, un minuto que le pareció una hora, hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra. Recorrió la habitación con los ojos, distinguió un par de puertas, y una escalera. "El segundo piso", pensó. "todos los tontos guardan el dinero en el dormitorio, seguro que lo dejó bajo la cama".

Y hacia allá fué, lo más aprisa que pudo. De más allá de una de las puertas se escuchó ladrar a un perro, grave, fuerte. "Parece ser grande, tampoco estaba cuando vine, mierda, ojalá y esté en el patio y no dentro de la casa".

Subió los escalones de dos en dos. Recordaba dónde estaba el dormitorio principal, pues en aquella fiesta lo habían usado de guardarropa, y tuvo que ir a buscar el abrigo y la cartera de su mujer.

Perdidos los temores, seguro ya del éxito, avanzó sin fijarse en ninguna cosa que no fuera llegar a donde iba, pronto. Había algo en el suelo, y casi tropieza, "¿ropa?", atravesó la puerta entreabierta, y con la izquierda manoteó el interruptor de la luz en la pared. La luz se encendió, iluminando el dormitorio y dejándole ver una cama matrimonial, a medias desarmada, desde la que le miraba una mujer, espantada, y las espaldas de un hombre que, sobre ella, seguía embistiéndola, sin enterarse aún de nada.

Mil imágenes pasaron por sus ojos, en esa fracción de segundo que tardó en reaccionar y apagar la luz, y no todas ellas pudieron entrar en su mente en ese instante, ni cuando corría escaleras abajo, en la oscuridad, ni cuando de un solo salto atravesó la ventana y la reja, ni aún cuando dobló la esquina en una carrera alocada y sin fin.

Sólo cuando se dejó caer sobre el escalón de la entrada, al llegar a su casa, su cerebro fue capaz de interpretar lo que había visto, sólo entonces fue capaz de darse cuenta: la cara de la mujer que había visto allí, en esa cama, debajo de aquél hombre, era una cara conocida, demasiado conocida, era la de su propia mujer...

Y, mientras en un lejano lugar un árbitro daba el pitazo final, y miles de voces se alzaban aclamando el triunfo de la selección, él, escondiendo el rostro entre sus manos, lloró.
Lloró desconsoladamente...

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