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Al calor del estío

El vehículo, un 4x4 negro, del año, se acerca a la esquina mansamente, al tiempo que cambia la luz del semáforo. El ámbar reemplazó al verde y el rojo sucedió al ámbar mucho antes de que llegara, de modo que se detuvo a cierta distancia del paso de cebra.

No había muchos peatones esperando cruzar, en aquella tarde de estío de calor sofocante. Sólo uno. Una chica. Un veinteañera que, con la despreocupación propia de sus años, comienza ahora a cruzar la calle.

Viste una tenida veraniega, adecuada a la alta temperatura reinante. Una ligera y corta blusa cubre de blanca gasa la perfección de sus senos, al tiempo que deja libre un vientre plano, liso y dorado por el sol, al descubierto casi hasta su final, gracias al short rebajado de caderas que completa su atuendo.

Es un short color damasco, breve, muy breve, del que nacen dos largas, muy largas piernas, que se estiran perezosamente hasta dos pequeños y delgados pies, calzados con sandalias griegas. Las finas correas de las sandalias trepan graciosamente, enrollándose hasta casi llegar a sus rodillas.

En las muñecas lleva un sinnúmero de pulseras, que se mueven holgadamente al compás de sus pasos.

Su cabello, naturalmente rubio y recortado justo al comienzo del cuello, acrecienta su aspecto de modelo de revista.

En una de sus manos lleva un cono de helado. Una precaria torre de copos de helado de diversos sabores, que equilibra con destreza para evitar su caída. Goterones de helado derretido escurren cono abajo, para ser capturados por su rosada y grácil lengua, que continúa luego su camino hacia arriba, llenándose de los ya mezclados sabores, los que lleva a su boca para saborearlos con fruición.
Su cara refleja el placer sensual que le producen, mientras su lengua aparece entre sus labios por otra porción más.

Dentro del vehículo, unos ojos entrecerrados observan con detenimiento esa escena, que en segundos transcurre frente a ellos. La ven caminar con total despreocupación, la ven saborear ese helado, la ven en toda su triunfal delgadez, en su insultante perfección.

Y entonces, una mano regordeta toma la palanca de cambios y pasa la marcha, al tiempo que un pié, grueso y torturado por un zapato que apenas lo contiene, se hunde hasta el fondo sobre el acelerador.

El vehículo da un brusco salto hacia adelante, hacia la muchacha que -sin apenas tiempo para advertir lo que sucede- recibe el brutal golpe y vuela, con su cuerpo en un ángulo imposible, para caer más allá sólo segundos antes de que el negro monstruo pase por sobre ella.

La mujer tras el volante, al sentir que una de las ruedas pasa por encima de una de aquellas largas piernas, masculla con rabia:

- ¡Por qué no comes helado ahora, flaca maldita!!


El automóvil ha dado vuelta a la esquina, y cae el silencio sobre la calle.
Sobre el ardiente pavimento, un resto de helado se convierte en agua, con la misma lentitud con que la sangre -y la vida- se escapan del cuerpo allí tirado.

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1 comentario:

pseudo bloqueada por blogger dijo...

Que mala es la envidia.