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La cita

La plaza se ve vacía a esas horas. Es domingo. ¿Quién se levanta temprano en esa ciudad, en donde el frio aire de la mañana cala los huesos?

Sin embargo, él está ahí, sentado sobre la vieja banca de una sombría plazoleta, sus brazos cruzados sobre el pecho, queriendo proporcionarse un poco de calor. O quizá dándose valor, para no flaquear en su propósito.

Con la cabeza baja, mira sus zapatos, allá al final de sus piernas estiradas. No es eso lo que vé en realidad, sino lo que finge ver. No quiere que ella advierta que la ha visto, no quiere que se dé cuenta que sabe que lleva ahí quince minutos, indecisa, escondida tras la esquina, dudando entre acercarse a él o alejarse definitivamente...

No quiere que advierta que la ha visto llegar, que la ha visto dudar y ocultarse. Sabedor ya de que está arrepentida de sus promesas, no desea hacer nada para facilitarle las cosas.

¿Quiere dejarlo? ¿Quiere alejarse, dejando volar por los aires todo lo que dijo, todas las palabras dulces que escribiera durante tanto tiempo? ¿Quiere dar por muertos los sentimientos, su tan proclamado amor? Pues bien, adelante. Pero no será él quien se lo haga fácil...

Ni vá a mirarla, obligándola así a admitir su presencia y a acercarse, ni vá a irse, dejándole la opción de decirse que ella estuvo allí y él no la esperó... nó, no va a ayudarla a darle el golpe de gracia, la estocada final, a una relación construida sobre el castillo de naipes de sus promesas...

¿Cuánto tiempo ha transcurrido, desde que la conociera? ¿8 meses, diez? No lo recuerda bien, pero le parece una eternidad...

Fué una casualidad, diríase, que la conociera. Él no debió estar ahí ese día, en ese momento. Y mucho menos debió volver.

Aquél día, una amiga suya le pidió la acompañara, pues debía ir a la cárcel a visitar a su prima que allí había caído, y no acostumbrada a tales ambientes, temía ir sola. Se sentía obligada a hacerlo a causa de su tía, a quien debía muchos favores, pero no tenía fuerzas  para hacerlo sin alguien a su lado. Él aceptó, pues tenía el mal hábito de decir siempre sí cuando las mujeres le pedían algo, aunque más de una vez tuviera ocasiones de arrepentirse por no haber sabido decir no.

Era un domingo, como éste, que comenzó frío como éste, para volverse a las 11 de la mañana, hora de la visita, candente como un día de verano, cosa propia del clima de desierto. Debieron hacer una larga fila a la entrada, separados, pues hombres y mujeres entraban por diferentes puertas. Un registro corporal -algo grosero para él, francamente humillante para ella- fué la última barrera, y pasaron tras las rejas a un amplio patio. Ubicaron a la prima, a quien acompañaba ya su madre (como madre, llegó más temprano). Una presentación breve, y él se sentó algo alejado, dejándoles conversar, y dedicándose a mirar un lugar, un ambiente, una gente a la que no estaba acostumbrado.

Se veían algunas, como la prima de su amiga, que parecían fuera de lugar en ese sitio, con buen ver, bien vestidas, y con un aire triste, compungido, visiblemente avergonzadas de estar allí.

Sin embargo, al pasar la vista alrededor, pudo darse cuenta de que ésas eran las menos. La gran mayoría se veía ahí sin  complejos, alegres, conversadoras, disfrutando de esa visita, como si recibieran a esas personas en su propia casa.

La hora pasó, se acercaba el término de la visita y la gente comenzó a irse. Entre ellos, una señora de edad, con una pequeña a su lado. Junto a ellas, con una lágrima corriendo por su mejilla, una mujer joven, alta, mucho más que él, con un cuerpo admirable, que la hacía destacar entre las demás.

La miró despedirse de la pequeña, su hija seguramente, y de su madre, que -pensó- no podía ser otra cosa esa mujer mayor. No pudo quitar los ojos de su cutis moreno y de las lágrimas que caían por su mejilla, y la siguió con la mirada hasta que se perdió tras las rejas. Su amiga le tomó del brazo, y mirándole, le dijo que al parecer no había sido tan malo acompañarla. Él se limitó a sonreír, y se fueron.

Demás está decir que al siguiente domingo estaba allí nuevamente, deseando ver otra vez esa mirada triste y todo lo que la enmarcaba. Demás está decir que la morena se dió cuenta de que era observada, por lo que empezó también a mirar hacia él, disimuladamente. Al parecer, no quería que la otra mujer advirtiera lo que hacía, de modo que también él tomó esa actitud. Y se sintió feliz cuando pudo observar una sonrisa, leve, dibujarse más en sus ojos que en su boca.

No fué hasta tres semanas más tarde, cuando la oportunidad se dió. Para entonces, su amiga ya le había contado que esa mujer estaba allí acusada de falsificar unos documentos en su trabajo, y que quien la visitaba no era su madre, sino su "suegra", la mamá del padre de la pequeña que le traía. Era hija de ambos, aunque no estaban casados y se rumoreaba que él la trataba muy mal. De hecho, nunca la iba a ver, sólo le enviaba a la niña. Pero ese día pasaba la hora, y nadie llegaba a verla.

Después de mucho pensarlo, él se le acercó decidido a hablarle, y la abordó con un ¿sola hoy día? que al instante le pareció tonto, y deseó haber dicho otra cosa mejor. A ella no pareció importarle, y le respondió con una media sonrisa en su cara triste, diciéndole que su niña estaba resfriada, de modo que no se la llevarían. Con ello le dió pie para sentarse junto a ella y cruzar algunas frases, pero el tiempo se hizo corto. Demasiado corto, pues la hora de visita ya terminaba.

Se despidieron con un beso en la mejilla, y un roce de sus manos. Esa sensación cálida permaneció por un rato en su cara, pero por mucho más tiempo en su corazón. Ella le gustaba, le gustaba mucho. Y además era alta, más que él. Su sueño de mujer.

Cuando llegó el domingo siguiente, su entusiasmo sufrió un duro revés. Sus visitas habían regresado, y una fugaz mirada de ella le dejó claro que no podría acercarse. ¿Triste? ¿Molesto? No acertaba a saber que sentía, pero se sentó junto a su amiga mirando al suelo, evitando ver al otro lado del patio, hacia aquella morena en la que había pensado toda la semana.

Su amiga y la prima de ésta se rieron alegremente, y al mirarlas, notó que se reían de él. Mas, antes de que alcanzara a enojarse por lo que creyó una burla, su amiga le puso en la mano un papel, y se la apretó afectuosamente, diciéndole "es de ella".

No quería abrirlo, no se atrevía a leer lo que decía, pero al levantar la vista, la vió mirándolo, y adivinó en sus ojos un "léelo"...  y al leerlo se encontró no con una breve nota, sino con una larga carta, en que ella le hablaba de muchas cosas. De soledad, de tristeza, de cómo había llegado ahí, y terminaba diciéndole que si quería escribirle, ella se sentiría muy contenta.  Le brillaban los ojos cuando pidió un lápiz y un papel a su amiga, y no pudo evitar sonrojarse un poco cuando vió que la prima ya tenía todo preparado para que escribiera la repuesta. Mujeres, no pudo evitar pensar, antes de escribir una nota para "su" morena.

Y así empezó una larga sucesión de cartas, que iban y venían ya no sólo los domingos, sino varios días a la semana, porque él buscó la forma de hacérselas llegar -y de recibir las suyas- por medio de alguien que trabajaba allí.

Esas cartas, que al comienzo no pasaban de ser un desahogo para ella, y un deseo de conocerla más para él, terminaron unos meses después por ser portadoras de sentimientos que se decían profundos, que se juraban duraderos.

Las palabras destilaban pasión, y hablaban de lo que sucedería cuando todo aquello se aclarara y pudieran reunirse. Y hubo promesas de juntarse y no separarse más, ardientes promesas de unir sus cuerpos, fervientes promesas de amarse por siempre...

Y cuando ese día llegó, cuando finalmente se demostró la inocencia de la morena y salió de ese horrible lugar, desapareció, toda ausencia y silencio, y con ella sus promesas...

La esperó -en el lugar tantas veces convenido- día tras día, hasta que -entendiendo que ya no vendría- no pudo más, he hizo lo que ella le había pedido tantas veces no hiciera, lo que se suponía nunca tendría que hacer: buscarla. Y buscando, consiguió su teléfono y la llamó una tarde. Su voz sonaba fría cuando -sin preguntas ni cuestiones- le pidió verla. La de ella se oía asustada, cuando aceptó apresuradamente la cita propuesta, temblorosa, cuando le cortó la llamada.


Y allí estaba ahora él, esperándola. Y allá estaba ella, sin saber qué hacer. Y él no quiso ayudarla, en forma alguna, a decidir.


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