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El Buen Samaritano

Es casi mediodía, y el sol golpea fuerte sobre las espaldas de la gente que, apresurados unos, indolentes otros, circulan por las calles del pueblo a esa hora.

Es un pueblo medio olvidado, que vive más de recuerdos de pasadas glorias que de otra cosa. Sus viejas casonas de pino Oregón, la plaza, de resecos y desnudos árboles, y los abandonados -y ha tanto tiempo inútiles- lanchones maulinos anclados en la rada, le confieren un aire romántico.

Es poco el ruido que hay en sus calles, como escasos son los vehículos que por ellas circulan. Más bullicio hacen las gaviotas, los cormoranes y piqueros, que sus habitantes.

Por la avenida principal, o mejor dicho por su única avenida, tan poco poblada como el resto, camina una mujer con paso vivo, que no se condice con su pobre aspecto y su cansado rostro. Sus vestidos reflejan pobreza, mas no descuido. Ni un roto, ni un descosido, ni nada de sucio hay en ellas, y su cabello, si bien largo y algo enmarañado, se ve limpio.

Su rostro refleja tristeza, a pesar de la media sonrisa dibujada en sus labios. En su mano aprieta tres o cuatro monedas -todas las que tiene- con las que piensa comprar arroz, para alimentar a sus pequeños hijos. Es pobre, y el poco dinero que llega a conseguir se hace nada, se desvanece como sal en el agua, y de poco sirve ante las tantas necesidades que debe atender.

Esa sonrisa tenue que lleva se debe- tal vez- a que se siente tranquila, porque sabe que bastarán esa monedas para alimentar a sus chicos hoy, y aún mañana. Y es que en el almacén al que se dirige ahora, con sus ligeros pasos, ha encontrado -hará un par de semanas- un arroz baratísimo, que le permite comprarlo con su escaso dinero, y aún le deja algo para alguna verdura con que acompañarlo.

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Lo encontró un día en que, con pocas esperanzas y menos monedas, entró a ese almacén. Alguien le dijo que allí vendían las cosas más baratas, y que valía la pena recorrer todo el pueblo para llegar hasta él. Sin embargo, cuando entró y se enfrentó a los dos muchachos que allí atendían, sintió que perdía la confianza. Los precios que se veían allí, sobre las estanterías, eran más bajos, sí, pero nunca lo suficiente para que estuvieran a su alcance. Menos aún en ese momento, en que llevaba apenas nada.

Los muchachos la miraban, esperando que hablara, que dijera algo, examinando tal vez su aspecto macilento y su ropa vieja, quizá si deseando que se fuera. Pero venció su vergüenza, y con una voz débil, preguntó por el precio del arroz.

El mayor de ellos le contestó -con voz amable- diciéndole una suma que no podía pagar. Ella apretó los labios al oírlo. Era casi lo mismo que en todas partes, un valor mayor de lo que podía pagar. Hizo ademán de irse, pero el muchacho volvió a hablarle, esta vez para decirle que, si quería, podían venderle la mitad, o aún un cuarto de kilo. Ella hizo la resta, y ni así era suficiente lo que tenía, de modo que se volvió para salir, con la amargura pintada en el rostro.

Sólo entonces el otro dependiente le habló, con el tono de quien propone algo que no cree sea aceptado, pero con clara intención de ayudarla.
- Tenemos un arroz más barato. Mucho más barato, pero no es bueno.
Ella le miró por sobre el hombro y él, al ver que había captado su atención, le explicó;
- Es un arroz muy pequeño y quebradizo, casi no viene ninguno entero.
Ella le seguía mirando, sin decir nada, intentando imaginar ese arroz, intentando no hacerse vanas ilusiones.

El primer muchacho intervino entonces, para agregar que lo tenían hace mucho tiempo, porque nadie quería llevarlo, que sólo podían vender el paquete completo, pero que era de medio kilo, y que valía sólo unas monedas.
Ella lo escuchó decir estas palabras con la mirada fija en sus ojos, como si quisiera entrar en ellos y descubrir si se estaba burlando, si todo era una mala broma. Pero él no se reía, ni sus ojos tampoco. Y el otro chico traía ya en la mano un pequeño paquete de arroz, y se lo mostraba. Y el grano era chico, sí, y quebrado en mil trozos que llenaban la bolsa transparente, que nada ocultaba.
Lo siguiente que ella miró fueron las monedas en su propia mano, ahora abierta, y eran las necesarias y suficientes para comprarlo. No supo bien cómo las entregó, ni como recibió el paquete, ni cómo llegó a su casa con él apretado contra el pecho.

Pero allí lo abrió, y cocinó ese arroz para sus niños, y pudo alimentarlos, y pudo sonreír al verlos.

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Ahora vá nuevamente al almacén, como ha hecho estas dos semanas, a comprar más. Lleva sus monedas en la mano, como de costumbre, y camina quizá si más ligero que antes.

Entra al almacén, y confiada, sonriente, pide su arroz (los muchachos saben ya cuál, y se lo darán enseguida, alegremente, como hicieran nada más antesdeayer).

Pero esta vez no es así. El mayor la mira de forma extraña, y le dice con voz grave:
- Ya no nos queda. Lo siento, se lo llevaron todo.

Ella lo mira, como si no entendiera.
- "¿Todo?" se pregunta para sí misma, "pero si no lo compraba nadie, era mi arroz, sólo para mí, mi arroz."

Sin embargo, ve ahora reflejarse la tristeza en la cara de él, y comprende que es cierto, que ya no hay, que ya no habrá más arroz pequeño, quebrado y barato para ella, para sus hijos. Baja la vista, y se vá. No es primera vez que vé caer en pedazos una esperanza, es sólo una más. Y se va caminando lentamente, demasiado lentamente. Si se hubiera ido más rápido, si no se hubiera tardado tanto en aceptar le realidad...


Pero lo hizo, se tardó.
Y esa tardanza fue fatal, pues a la pena que sentía, se le agrega ahora el dolor, un dolor que se vé, que se trasparenta en toda ella, cuando escucha al otro muchacho decir:

- Sí, se acabó todo, vino un señor buscando algo para cocinarle a sus perros, y mi patrón le dijo:
- Ahí tengo ese arroz malo, que nadie quiere comprar, lléveselo todo y le hago un descuento.
Nosotros le dijimos que usted lo compraba a diario, pero no nos hizo caso. Y el señor aceptó y se lo llevó, para los perros.

La mujer salió, sin saber cómo, a la calle. Tal vez fueron las lágrimas en sus ojos que no le permitieron ver, o bien fue el dolor que sentía lo que la hizo tropezar con el letrero que, en la calle, anunciaba las ofertas del almacén. En ese letrero se destacaba también su nombre: El buen samaritano.


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