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Despertar...


El dolor de cabeza aumentó, se hizo aún más fuerte, tanto, que lo sacó de su profundo sueño y  lo volvió a la conciencia.
Abrió los ojos lentamente, esperando encontrarse con la fuerte luz de la mañana entrando por la  ventana, pero para su sorpresa, no hubo tal. ¿Es que aún era de noche? No, no era eso, porque si  fuera de noche, el farol de enfrente iluminaría tanto como hace el sol por el día. Y a él lo rodeaba en ese momento, la que le parecía la más  absoluta oscuridad.

Oscuridad. Calor. Y silencio. Un silencio casi  total, pues no se escuchaba casi ningún ruido, a excepción del monótono golpeteo de una gota de agua, cayendo en algún lugar lejano.
Y eso era también extraño, muy extraño, ya que su departamento quedaba en el frente del edificio, en un segundo piso, y podían oírse día y noche los ruidos del tráfico. 

Pensándolo bien, no parece tampoco estar en su lugar la ventana,  ni la puerta, ni nada salvo la oscuridad. Cerró entonces los ojos, pensando en que esto no debía sino ser un sueño, un sueño de borrachera, considerando el dolor de cabeza y la creciente sed que empezaba a secar su garganta, como había secado ya sus labios. Se pasó la lengua por ellos, y sí, estaban demasiado secos, ásperos. Demasiado secos para tres o cuatro horas de sueño alcoholizado. ¿Por qué hace tanto calor?

Miró alrededor, hacia la negrura, y creyó ver entonces un ligero, tenue, resplandor. Sí, allí estaba, sólo un poco menos oscura que la oscuridad reinante, una ligera línea que recorría la  pared, formando un gran rectángulo, desde el piso hacia arriba.

Movió la cabeza hacia el otro lado, y allá en lo alto de la otra pared, una  sombra menos sombría se dibuja como una ventana.  Si es que se pudiera llamar ventana a un espacio  tan pequeño y a tanta altura.

Intentó incorporarse un poco, para dimensionar mejor el lugar en que estaba, pero no pudo moverse. Del cuello hacia abajo, nada le obedecía. No había advertido, sino hasta ese momento, que ni siquiera podía levantar sus manos.

¿Tanto habré bebido anoche? -se preguntó, para contestarse luego- Seguramente. De lo contrario  no me sentiría como ahora me siento, y no estaría en este lugar que no conozco.

No quiso seguir pensando en ello. El dolor de cabeza cedió un poco, y eso le permitió volver a dormirse, continuar con lo que parecía ser un extraño sueño.

                                                                            -.-

Un seco ruido metálico le despertó nuevamente. ¿Cuánto tiempo después? No lo sabe. ¿Cómo podría saberlo? Sigue ahí, sobre el piso, en la oscuridad, sofocado de calor. Nada ha cambiado.

¿O sí?, Sí, se sienten ruidos. Pasos, parecen pasos. Y algo que se arrastra, o que es arrastrado, por enfrente del lugar donde supone está la puerta.  Los pasos, y el ruido, pasan sin detenerse. ¿Qué tan largo es ese pasillo? No puede decir en que momento empezaron a oírse, pues estaba dormido, pero supone que sería cuando lo despertó aquel ruido metálico.  

Los pasos se han detenido más allá. No tanto más allá, piensa. Nuevamente un ruido metálico. Un cerrojo, eso es, un cerrojo al descorrerse. Una puerta se abre, rechina. Nuevamente el arrastrarse y luego un golpe sordo, como si hubiesen arrojado un saco, un bulto, al suelo. 
Pasos, cerrojo, pasos acercándose, pasos enfrente, pasos alejándose, puerta, cerrojo, silencio. Nuevamente, silencio. Nuevamente sólo oscuridad y una gota de agua cayendo en alguna parte.

Ahora advierte dos cosas: que puede mover sus manos y que no sólo sigue teniendo sed, sino que tiene también mucha hambre. Se lleva las manos a su estómago, frotándolo, como queriendo calmar esa sensación de vacío. Sin éxito, por cierto. El hambre y la sed lo agobian. Sus labios están resecos, su lengua áspera.

Intenta incorporarse. Sí, puede hacerlo. Se sienta, y sólo entonces advierte que no está directamente sobre el piso, sino sobre un colchón (¿de espuma?), un delgado y húmedo colchón. Sentado, se reconoce a sí mismo, tocándose. La cabeza, tiene el pelo tieso, sucio. La ropa que lo cubre está maloliente, pero sus manos no encuentran nada malo en su cuerpo, no está herido, y a juzgar por la falta de dolores, tampoco tiene golpes. 

Al palpar sus piernas, se da cuenta que sus pantalones están húmedos. Y comprende de dónde viene la humedad y el mal olor del colchón: se ha orinado sobre sí mismo, mientras dormía. Pero, ¿cuánto lleva allí entonces? ¿Cuánto ha que no come nada, que no bebe una gota de agua?.

Se levanta del suelo, tambaleándose. No, sus piernas no están firmes, se siente débil, vacilante. Extiende sus manos hacia adelante, hacia el vacío, en dirección a lo que debe ser la puerta.  Un paso, dos, y alcanza la pared. Pero inmediatamente retira sus manos, impresionado por la cálida y viscosa superficie. Vuelve a tocarla. Parece ser de piedra, por lo irregular. Apoyándose en ella, se acerca a lo que cree es la puerta, la alcanza. Lo es, sí, metálica. La recorre con las manos, midiéndola. No es pequeña, y tiene una mirilla en la parte alta. Le parece que alta para cualquier persona. Al menos, lo es para él, que nada tiene de bajo.

¿Dónde está? –se pregunta- ¿qué hace ahí? ¿Por qué está ahí y no en su casa, o en algún lugar conocido? ¿Quién lo trajo a este lugar oscuro y caliente? Tiene sed, y hambre ¿por qué no viene nadie? ¿Por qué lo retienen? Y la desesperación empieza a convertirse en rabia, y la rabia aumenta, y recuerda que tiene hambre, que tiene sed, mucha sed, y golpea la puerta con un puño cerrado, con los dos, una vez, otra, y otra, y entonces decide llamar, gritar hasta que alguien aparezca, alguien, quien sea. Pero no llega a hacerlo, lo silencia el escuchar un grito que no es suyo, un grito ronco, una voz que llama pidiendo agua, que  maldice, que suplica, y junto a la voz escucha golpes dados en otra puerta, tal vez contigua a la suya.

Y piensa: hay alguien más, alguien más está aquí encerrado, no soy sólo yo. Y abre la boca para gritarle, para hacerse oír por sobre los golpes y sobre sus voces, para hablar con él, para preguntarle cómo han llegado a este lugar, por qué están ahí, pero nuevamente no alcanza a hacerlo: suena un cerrojo, una puerta que se abre violentamente, y pasos fuertes, muchos pasos, otro cerrojo, otra puerta, y los lamentos cesan por un segundo, para convertirse en un largo y desgarrador grito, que se corta abruptamente a la par que suena un golpe seco, como de algo que se rompe, y más golpes, golpes sordos, tres, cuatro cinco, muchos golpes. Hasta que una voz ronca emite un sonido gutural, ininteligible, pero que se adivina como un ¡basta!.

Mas voces, tres tal vez, parecen discutir algo, en un idioma (¿idioma?) que no entiende. Y luego la puerta se cierra, (no suena el cerrojo, ¿quedó abierta?), los pesados pasos que se alejan, la puerta al final del pasillo cerrada tras ellos, y el metálico cerrojo asegurándola.

Silencio. Oscuridad. Calor. Una gota de agua que cae en alguna parte.
De la habitación (¿celda?) contigua no llega ningún ruido. Ninguno.

De la suya tampoco sale ninguno, porque él sigue de pie frente a la puerta, quieto, intentando ni siquiera respirar. Entiende bien lo que ha pasado. La puerta contigua sin cerrar no ofrece espacio a la duda.

Despacio, retrocede un par de pasos, hasta que sus talones tocan el colchón, y se deja caer sobre él. Escondiendo la cara entre sus manos, llora. Llora. Por esa persona que ya no gritará más. Por él, que pensó en gritar. Por él, que está encerrado en quién sabe dónde, sin saber por qué, sin saber cómo. Llora, ahogando entre sus manos sus sollozos, temeroso de ser escuchado, deseando no hacer ningún sonido, para que los dueños de esos pasos, de esas extrañas voces, no sepan, no recuerden, olviden, que está allí.



3 comentarios:

pseudosocióloga dijo...

Esperando continuación.....

candela dijo...

¿Cuándo continuará?

Saludos

Carito dijo...

¿Pero cómo?
¿Que pasó?